Mientras se vuelan los campos



La puesta dirigida por Raquel Albéniz y Paula Etchebere, escrita por la primera, es poesía pura en medio de un desolador panorama que no escatima la hilaridad, logrando de este modo, que la dramaticidad alcance puntos culminantes sin agobiar al espectador sobre esa metáfora que es la tierra baldía o yerma. Sala repleta con actuaciones impecables.

Por Teresa Gatto

« ¿Qué fue ese ruido?»
   El viento bajo la puerta.
« ¿Y ese otro ruido ahora?
¿Qué está haciendo el viento?»
   Nada, otra vez nada”
T. S. Eliot,Una partida de ajedrez en La tierra baldía.

 

 

Viento. Mucho viento, viento que desplaza todo, viento que se mete dentro de los cuerpos. Los habitantes de esa chacra con certificado de defunción, son también el viento, lo susurran. Salir de la casa es exponerse a no ver nada, a ejercitar la imaginación de un horizonte que se ha borrado. Ya no se ve el pueblo.

Elena restriega el cuerpo de Silvio, un baño es imposible. En una palangana con el agua justa se apega al paño con el que trata de quitarle el polvo pegado a la piel. El resto de la tierra se le ha adherido al corazón. Cada vez que sale sus ojos enrojecen, los fuerza para poder mirar sin ver. Todo es viento que arrastra tierra desolada, la tierra de la sequía.

En estas cuestiones están los fantásticos:  Silvio, a cargo del maravilloso Claudio Pazos y Elena en una brillante composición de Coni Marino, cuando llega Don Aira. Una actuación, fantástica de David Masajnik que aporta sus palabras y reflexiones como flechas que Silvio esquiva pero impactan de lleno en el corazón de Elena, Don Aira es la obstinación. Así como Silvio es la resignación terca y Elena la esperanza. Una puja de sensaciones que entran en tensión permanente y que en una hora brindarán variantes escénicas que reponen el universo de las chacras pobres, de lo que ocurre cuando alguien tiene sólo un pedazo de tierra que ya no brinda nada. Cuando el último maíz ya tiene dos años de añejamiento y no sirve para el objeto de la esperanza: la última gallina de Don Aira.

No he dejado de pensar en otro Aira, César, el narrador, que ha parodiado tan bien a la gauchesca entre otras literaturas y que ha renovado el origen Fundacional de la Literatura Argentina de Campo, Frontera, malón y sequía. César Aira aplaudiría de pie esta puesta.

Silvio no está dispuesto a cuidar a la última gallina de esos lares, la ponedora, la que ganará un concurso que, ese año no se hará, si hasta él ha desarmado su propio gallinero. Pero Don Aira no está dispuesto a las concesiones.  La gallina está cubierta para que el polvo no la asfixie. No puede pisar el suelo y tiene más cuidados que un inmuno deprimido. En el piso de la casa puede haber piojos, alimañas que afecten la utopía en la que el animal se ha convertido.

¿Se puede vivir sin utopías? Creo que no, no importa si son individuales o colectivas, como decía el poeta, ayudan a caminar y eso es la gallina para Aira y para Elena que cuando no tiene que restregar el cuerpo de Silvio atosigado de tierra oscura, yerma, vencida e  incultivable no quiere quebrar su juramento de irse de allí adonde la suerte sea menos esquiva y adonde no se dependa del cielo en ninguna dimensión ni divina ni climática para que algo pueda sobrevivir.

Para Elena ese es su lugar en el mundo y para Don Aira no existe otra chance, esa gallina será la campeona de las ponedoras en el próximo campeonato de los alrededores.

Pero esta fábula en representación es la excusa perfecta, la condición de posibilidad de mostrar aquellas sensaciones que sin persistir toda la vida, asedian a la especie humana. Creer, no creer, soñar, abjurar, resistir, como convicción o capricho. Como la propia verdad o una mentira concesiva para seguir viviendo. Para no entregarse al desasosiego. Porque hasta el pesimismo sirve para correrse de lugar y el optimismo para quedarse en el mismo y lucharla.

Raquel Albéniz, lo hace de nuevo, escribe un texto extraordinario que tiene como centro, que se agradece, la ausencia de vanidades, el rechazo del clasicismo y de un realismo que ya atrasan mil años. Escribe un texto que es metáfora y metonimia de las relaciones de poder que aventajan siempre a los que menos tienen. Salvo que, siempre en estas historias hay un Aira, que necesita de un Silvio y de una Elena y que contagia de alguna manera mágica y poderosa ese optimismo de la voluntad que le falta al resto.

La puesta en escena de Albéniz y Echebehere tiene las marcas de una poética de la dirección que ya hemos visto (afortunadamente) y que hace de los movimientos por todo el espacio escénico de la Sala Tuñón del CCC, una coreografía en que cada uno baila sus sensaciones, porque los rodeos, idas y venidas, las entradas y salidas son el baile de los desposeídos.

El vestuario de Jennifer Sankovic y la iconicidad de la escenografía de Nacho Riveros colaboran con la iluminación de la gran Leandra Rodríguez para que 60 minutos sean suficientes para que el público aplauda de pie. Sin fisuras, y como titulara Graciela Montaldo alguna vez “De pronto el campo” se vuelve la cartografía re-presentada en la única dimensión que importa. La de los que no pueden, no tienen y siguen luchando porque pertenecen al pool de los excluidos y aun así son capaces de sacarnos muchas sonrisas porque mucho y muchas, aprendimos a convivir con la falta, diversa sí, pero falta al fin.

 

Ficha Artístico/Técnica

Autora: Raquel Albéniz
Intérpretes: Coni Marino, David Masajnik, Claudio Pazos
Vestuario: Jennifer Sankovic
Escenografía: Nacho Riveros
Iluminación: Leandra Rodríguez
Producción ejecutiva: Florencia San Martin
Dirección: Raquel Albéniz, Paula Etchebere
CENTRO CULTURAL DE LA COOPERACIÓN

Corrientes 1543
Capital Federal - Buenos Aires - Argentina
Teléfonos: 5077-8000 int 8313
Web: http://www.centrocultural.coop
Entrada: $ 400,00 - Sábado - 22:30 hs - Hasta el 26/10/2019
Duración: 60 minutos
Clasificaciones: Teatro, Adultos

Los Compadritos, de Roberto “Tito” Cossa, dirigida por Gerardo La Regina. Por Teresa Gatto.