Nombrar para vivir. "Mi hijo sólo camina un poco más lento"

 



En el marco del Festival Europa-América se estrenó en Buenos Aires y bajo la dirección de Guillermo Cacace, Mi hijo sólo camina un poco más lento, del joven autor croata Ivor Martinic. La obra explora magistralmente los efectos del silencio en un entramado familiar atravesado por el dolor y la infelicidad, y la esperanza que se surca paso cuando lo indecible puede comenzar a ser, por fin, dicho. Imperdible, los domingos a la mañana en Apacheta.

Por Mariana Mazover

La luz plena de un domingo otoñal se filtra por el ventanal de Apacheta. Son las 11.15 de la mañana y hay función. Un elenco, que en breve se revelará magistral, pulula por el espacio escénico, mientras nos apelotonamos en la platea. El director, toda ternura, mima a la actriz octogenaria de la obra y le susurra unas últimas palabras antes de que se dé inicio a la función. Una actriz ofrece mate. Otra, unos pancitos de harina de mandioca.

La luz del sol que nos ilumina a todos, nos vuelve tan visibles, tan conscientes de estar ocupando todos juntos aquí y ahora ese espacio, que emociona que sea domingo a las 11.30 am y estemos todos allí, en el teatro.  La comunicación la platea y los actores circula con fuerza ya desde el inicio: para que los ojos se encuentren, para que las miradas se encuentren, hay luz natural, que de lleno que invade el espacio.  Para que el teatro sea esa experiencia humana transcendental: un horario de función que reniega del Ocio Organizado.   Son las 11.30 am de un domingo y estamos a punto de ver una obra escrita por un croata.  “¿Ví alguna vez una película, una obra de teatro, una pintura, algo de Croacia?”; “¿En qué recoveco del Mapa quedaba, Croacia?”, pienso mientras espero que empiece la función, y vagamente recordaré, más adelante,  que Croacia es un país que estuvo en guerra, cuando una y otra vez retornen al texto vagas imágenes de un incendio.

Los actores, miembros de la familia de la ficción, enfundadados todos en ropa deportiva, comienzan a trotar por el espacio.  Y empieza, va empezando, la función.

Es el cumpleaños número 25 del hijo mayor de esa familia y él está en silla de ruedas: una enfermedad (que se le ha metido por los ojos) autodegenerativa ha hecho que paulatinamente perdiera su motricidad. Alguna vez caminó: pero ahora le es casi imposible hacerlo. Su madre se esfuerza tanto en protegerlo que queda al borde de anularlo. Una hermana bella, contrapunto sufriente de esa realidad. Una tía que habla hasta por los codos, obtura con su verborragia su propio secreto. Una abuela un poco ida, un poco inventándose para sí recuerdos falsos en su memoria verdadera, completa el friso familiar. Los hombres, presencias desmoronadas, borroneadas, abúlicas, silenciosas. Las dos voces que asoman desde el afuera de ese entramado familiar, traerán un poco de frescura, y una verdad otra.

Mi hijo solo camina un poco más lento es la historia de lo que el Tiempo, de lo que el paso del tiempo, inexorablemente hace con los cuerpos, las ilusiones, los vínculos. Es la historia de una familia y su imposibilidad de nombrar sus frustraciones y la pérdida de la felicidad. Una familia de cuerpos yuxtapuestos en el espacio pero fracturada por la incomunicación. Es también una obra sobre  el amor, el que brota y el que se desvance. Todo esto (y bastante más) se constituye como núcleos temáticos que se elaboran y reelaboran en la obra escrita por Ivor Martinic, quien nos ha dado un texto de gran potencia literaria, perfecto en su estructuración formal y fundamentalmente exquisito en su enorme capacidad de compresión de lo humano.

La puesta en escena imaginada por el director Guillermo Cacace potencia la materia textual hasta hacerla explotar en su belleza áspera y dolida, hasta lograr que las asfixia y la tensión dramática que produce lo narrado invada el espacio, hasta hacer que la verdad más honda, más cruda, más visceral se cristalice en cada interpretación actoral, hasta hacer que la emoción que emana del texto se encarne en los cuerpos de los actores y nos tome por asalto a los que estamos en la platea.

 Toda la apuesta de su puesta en escena apunta a ello: a potenciar la fuerza del texto y revelar su carácter emitentemente trágico, y su revés eminentemente cómico. Cacace apela magistralmente a una construcción no naturalista (desde la puesta hasta en la actuación) que genera una experiencia teatral profundamente física y de gran compromiso emocional, donde el procedimiento escénico nunca subsume a lo narrado: lo eleva, lo complejiza, lo poetiza.  Hay ficción, plenamente, pero no hay convenciones escénicas realistas: por el contrario, la puesta genera su propio código, su propia lengua para narrar, donde el exceso expresivo y la austeridad de signos escénicos confluyen para construir una matriz intensamente rabiosa que destila verdad.

Entre la enorme multiplicidad de recursos de lo que se vale el montaje, hay un “actor a cargo de las didascalias”. Sí, un narrador que interviene en el devenir de la acción dramática para expresar con palabras las indicaciones escénicas, las acotaciones del autor. Los cuerpos de los actores no las escenifican: una voz otra las narra. El efecto que se produce es sustancialmente poético: trasforma una y otra vez el ritmo alocado del devenir de esa familia, y al mismo tiempo que confirma a la palabra en toda su potencia para transmitir una experiencia. Esa misma palabra que se escamotea en la dinámica familiar, que se tapona para que no salga a la luz, en las didascalias dichas es toda potencia expresiva.

De la mano de 11 intérpretes de excelencia (cuya labor confirma a Cacace no sólo como un gran puestita sino esencialmente como un eximio director de actores), la narración avanza con fuerza, y sin pausa, hasta que finalmente aquello tan difícil de pronunciar se vuelve audible en un grito desgarrado: las diferencias pueden ser nombradas, y por lo tanto, alojadas. Las hermanas, cada una a su tiempo, pueden decir lo insoportable. Lo innombrable al ser dicho hace posible, de a poco, el alivio. La esperanza comienza a recortarse. La posibilidad de reconocernos los unos a los otros, de aceptarnos los unos a los otros, la enorme capacidad de amor  (muchas veces equivocado, muchas veces asfixiante) encerrado en la condición humana comienza a revelarse mientras pareciera que la luz que se filtra por la ventana es aún más luminosa.

Un autor croata se cruza con un director argentino en una sensibilidad compartida;  Aldo Alessandrini, Antonio Bax, Luis Blanco, Elsa Bloise, Paula Fernandez Mbarak, Pilar Boyle, Clarisa Korovsky, Romina Padoan, Juan Andrés Romanazzi, Gonzalo San Millan, Juan Tupac Soler – los actores del elenco – se comprometen con fuerza y enorme talento, con el cuento y el modo de contar.  Hacia el final, quedamos todos frente a frente. Desnudos frente a frente, actores y espectadores, mirándonos, mirándonos… como si pudiéramos negar, con ello, toda la ceguera del mundo.

La experiencia teatral que nos ofrece Mi hijo solo camina un poco más lento es arrolladora.
Guillermo Cacace es un hechicero. Mi hijo sólo camina un poco más lento, imperdible. Inolvidable por ser, de principio a fin, tan pero tan entrañable.

(Y Caminar. Caminar, caminar, caminar, ese imperativo…  ¿para llegar a dónde…?)



Ficha Artístico/Técnica

Dramaturgia: Ivor Martini?
Traducción:  Nikolina Zidek
Actúan: Aldo Alessandrini, Antonio Bax, Luis Blanco, Elsa Bloise, Paula Fernandez Mbarak, Pilar Boyle, Clarisa Korovsky, Romina Padoan, Juan Andrés Romanazzi, Gonzalo San Millan, Juan Tupac Soler
Escenografía  y Vestuario: Alberto Albelda.
Diseño de luces: David Seldes
Asistencia de dirección: Julieta Abriola, Juan Andrés Romanazzi
Prensa: Carolina Alfonso
Arreglos musicales: Francisco Casares
Dirección: Guillermo Cacace

APACHETA SALA ESTUDIO
Pasco 623
Domingos 11.30 hs (y otros horarios alternativos)
Localidades: http://www.alternativateatral.com/obra33486-mi-hijo-solo-camina-un-poco-mas-lento


Los Compadritos, de Roberto “Tito” Cossa, dirigida por Gerardo La Regina. Por Teresa Gatto.