La incomodidad del estilo: Representación nocturna del Marqués de Sebregondi

 



El 27 y 28 de marzo se presentó Representación noctura del Marqués de Sebregondi, dirigida por Matías Martínez, en el CCPE, Rosario, con las actuaciones del mismo Matías Martínez y Martín Fiumato, más el acompañamiento musical de Matías Tamburini.

Por María Kodama de Marx*

En marzo, fuimos con Fabián y amigos a ver Representación nocturna del Marqués de Sebregondi, una puesta teatral bajo la dirección y actuación de Matías Martínez, basada en el texto “El Niño proletario” de Osvaldo Lamborghini –una pieza central de Sebregondi retrocede. Minutos antes de ingresar al túnel cuatro del CCPE, donde se realizaría la representación, pensábamos en lo riesgoso y complejo que resultaba la puesta en escena de ese texto, no tanto por su carácter revulsivo y abyecto que, aún hoy, sigue siendo resistido por un sector de la academia argentina, sino, justamente, por el tono, las variaciones estilísticas y los juegos que esa escritura implicaba bajo una suerte de fascinación incómoda para sus lectores. Nos parecía que ese texto solo podía ser leído, pero que se resistía, de alguna manera, a la representación teatral. Cuando salimos, en shock por lo que acabábamos de presenciar, no solo comprendimos que habíamos visto en escena esa dificultad, sino que estábamos asombrados por el modo en que se había resuelto allí, contrariando y refutando nuestra idea inocente previa: Lamborghini, bajo la dirección de Martínez, se hacía escénico, representable.

La trasposición en el cuerpo y en el espacio teatral del texto ganaba fuerza por tres piezas que se encastraban, dotando de una intensidad inusual a la experiencia escénica: mundo, máscaras y estilo. El mundo de Lamborghini se presentaba en los claroscuros con que la escena visibilizaba las voces que narraban, alternándose, las desventuras de “Estropeado” en mano de los tres burgueses. Veíamos allí unas criaturas anales, difícilmente identificables como varones/ mujeres, andróginas, inclasificables desde lo “genérico”. Se movían en una escenografía compuesta de objetos artificiales, resplandecientes y perversos. Había algo de anacrónico en ese mundo: como si fuera un castillo o un palacete francés, en el que los actos se separaban, enfatizando el género con la frase “petit théâtre”. Y esa atmósfera remarcaba con insistencia la fineza de un mundo socialmente acomodado que esplendía en su perversidad: destellos de los tapizados, de las alfombras, de las joyas, de los candelabros y del maquillaje. Como las iridiscencias que en la narración de Lamborghini acentúan la intensidad del deseo oscuro y violento que atraviesa –y maneja– a sus personajes.

Ese mundo social de criaturas resultaba esplendente y visible, además, porque se ponían en juego máscaras que devenían objetos con los cuales los personajes quedaban distanciados de sí mismos y del espectador. Algo del extrañamiento brechtiano aparecía en el uso de las máscaras animales, que eran cerdos (burgueses) para lxs marquesxs, un asno (des)montable para “Estropeado”, que carecía de cuerpo, de actor: era una pura máscara gigante. Pero si bien resaltaban el artificio de la teatralidad y nos recordaban que eso que vemos es una obra de teatro, no implicaban un juicio de valor claro respecto de los personajes. Lo que las máscaras generaban era un plus de artificialidad que alejaba de cualquier posibilidad de adjudicar un juicio miserabilista al rol de asno de Estropeado, o de victimarios a los burgueses. Todos devenían figuras risibles. Por eso mismo, reacentuaban la amoralidad de lo representado, suspendiendo cualquier juicio por una marcación animal e irracional dada a sus portadores. Esto, sumado a los cortes en actos, a los juegos con la luz que dejaban la escena a oscuras mientras oíamos palabras, las peores palabras que cautivaban incómodamente en los momentos más abyectos, perdidos todos en la ausencia de imagen que sin embargo las palabras potenciaban y hacían aparecer con toda su crudeza, más la música y los cantos en una atmósfera delirante, todo eso no hacía sino resaltar la potencia del estilo Lamborghini.

Sé que puede resultar naftalinado traer a colación una categoría que ha sido tan cargada de matices formalistas, estructurales y de la peor retórica rancia por la estilística tradicional; pero si insisto en enfatizar el estilo Lamborghini es porque justamente allí se juega lo mejor no solo de la escritura del autor, sino del trabajo que realizaron desde la puesta en escena con la obra de Lamborghini. Es en el estilo, en el modo en que se escribe y representa, donde aparece algo que determina que el lector/espectador rechace a Lamborghini o, por el contrario, termine transformado por él. Porque no es casual el estilo elevado, a veces sublime, en un texto como “El Niño proletario”, donde justamente lo que se pone en juego es el dominio sádico social. Lo que la pieza teatral logra enfatizar es que son los burgueses quienes cuentan el relato del proletario vejado, que son los burgueses quienes se regodean en un lenguaje perfecto y estilizado, y nos regodean a nosotros –burgueses que hemos accedido a la cultura escrita o teatral, también burguesa del “petit théâtre”– en ese lenguaje privilegiado que viola a un estrato social, lo excluye, lo transforma en un cuerpo estropeado. Los burgueses, en el estilo de la puesta en escena de Martínez, se convierten no tanto en una categoría social como en el texto de Lamborghini, aunque lo sean, sino que devienen máscaras del poder. Y entonces, lo que la obra teatral y el relato de Lamborghini señalan con ese estilo es que la cultura –y la literatura– viola y veja constantemente algunos cuerpos menores con su estilo distinguido y distanciado, esgrimido como tal desde el centro de algún poder. Sin embargo, lo sádico de esa potencia es que no podemos, precisamente por ese estilo irrefrenable y cautivador con el que se cuenta/ representa lo más abyecto, no podemos, insisto, dejar de leer o de asistir a una obra teatral, porque la fuerza y el poder de la cultura son hipnóticos y hacia allí vamos, con las mejores o no, sin intenciones o con las peores, allí vamos y caemos, como caemos en esa obra teatral, mientras en la escena, pero también en el mundo, alguien usa la palabra o la fuerza para someter a alguien y nosotros devenimos espectadores encantados distraídos con las sirenas de la escritura o de la cultura. Lamborghini nos pone a prueba: o lo dejamos de leer/ver  (y así nos volvemos serviles al estilo lamborghiniano, que solo busca el rechazo) o entendemos que en esa incomodidad del estilo que genera, está el sentido saturado de sentido. La desestabilización que la puesta de la obra y el estilo Lamborghini generan parece, a primera vista, reactiva –como si se escribiera en contra de la cultura y para no ser más que descalificado por cierta idea de lo cultural hegemónica–, pero si hurgamos, si nos quedamos suspendidos en el mismo estado de shock con el que salimos de esa representación, no podemos, sin embargo, dejar de encontrar en esa incomodidad una posibilidad de hacer con la cultura otra cosa que un estilo distinguido: un afuera del poder que ya no estropee y se distancie de los otros. Es, en esta dirección, que la puesta en escena, como el mejor Lamborghini, da vuelta esa equivocada primera impresión de reactividad ante la cultura y genera una posibilidad de repensar –sin concesiones–  lo que implica estar juntos desde nuestras elecciones artísticas y críticas.

 

*La crítica teatral María Kodama de Marx fue verdulera en el Mercado central de Rosario. Durante el año 2006, pudo acceder a un puesto como obrera de la construcción en una de las Torres donde el Jugador Lionel Messi  fundaría su imperio furbolístico. El contador de Messi  era Don Carlitos Eusebio Marx, con quien contrajo nupcias. Desde entonces, María Kodama comenzó a asistir a todas las puestas en escena de la ciudad de Rosario. Estudió artes escénicas en la Escuela provincial de Teatro y Títeres de Rosario y se convirtió en la crítica teatral más prestigiosa del país. Ha publicado los libros Trasposiciones entre teatro y literatura (2012). La revolución es cosa de burgueses (2013). Los pobres sòlo queremos dejar de ser pobres (2014). Actualmente es editora de la revista Incomodidad escénica.


Socilto de Otoño de Sebastián Bayot, interpretado por Ana Padilla, por Teresa Gatto