por Mariu Serrano
Una podría ponerse haragana y preguntarse: ¿para qué ir a ver una obra cuando conozco el final? Una podría cuestionar la revisión de los mitos, en un acceso obtuso, y podría ir más allá en su irreverencia caprichosa sentenciando que “no hay nada nuevo bajo el Sol”. Pues bien, estaríamos en lo correcto: el mito, metáfora del mundo, continúa repitiendo su estructura mientras mutan sus actores. El Juan Moreira no pierde efectividad, Discépolo suena cada día más actual, “El Puente” de Gorostiza vuelve a estar en cartel. Volver sobre una historia conocida es sumergirse en un pantano, porque aparece el reto de contar lo conocido desde un nuevo ángulo, innovar sin faltar el respeto, o faltarlo con agudeza.
Lo que llevó a Kartun a recrear el destierro de Caín no fue, ni por las tapas, la pereza o la falta de inventiva. Al contrario, el dramaturgo moldeó una puesta desafiante para el director que él mismo encarna. Unos días antes del estreno de este pequeño misterio ácrata, tuve la oportunidad de conocer la comodidad de su living, abarrotado de libros y objetos extraños (es todo un fetichista, en un sentido totémico). No pude evitar preguntarle por qué habían postergado el estreno, a lo que replicó:
“El teatro de arte, cuando se practica como tal, tiene una economía bizarra. Vos vas al teatro comercial, se ensaya dos meses, se pone una guita para la promoción… lo que se invierte como trabajo es lo mínimo que se puede para sacar rédito. El teatro de arte es al revés: siempre invierte mucho más de lo que saca como rédito. Porque su objetivo está en obtener el resultado, no simplemente en el hacer mecánico. Yo me puse optimista porque tenía un muy buen elenco y dije: ‘En cuatro meses, laburando a lo perro, lo sacamos’. Y cuando estábamos en tres meses y medio nos dimos cuenta que era horroroso lo que teníamos. Que no habíamos llegado a lo que teníamos que llegar, ni llegaríamos en ese plazo. Entonces decidí postergarlo. Los actores se saben la letra, la escenografía está ahí, todo lo que en términos de una hipótesis comercial se necesita para hacer la obra, lo tenés. Lo que no tenés es cumplido el objetivo artístico. Y cumplirlo lleva un tiempo inconmensurable porque pasa por el cuerpo. Hay algo que pasa por mi cuerpo, por mi ritmo, por cómo me acompaña el resto… En el teatro de arte hay una inversión de tiempo en la búsqueda de un objetivo virtuoso. Ni hablo de perfección, y además te puede salir como el culo, vos podés ensayar un año y estrenaste una porquería. Eso es parte de los riesgos que supone el arte. Pero tiene un desafío ético que es hacer lo mejor, lo máximo que uno puede llegar. Quien vaya a verlo, le puede gustar o no, pero no le va a quedar ninguna duda de que los actores están dando el cien por cien de su talento y que llegan con el cien por cien de ensayo como para hacer eso.”
Nadie puede definir mejor que él su política teatral. Trabaja con tanta pasión, que lo despierta a la madrugada una idea que le susurró la almohada y se pone a fabricar una máscara de gas con latas de la cena anterior. Trabaja desde el reciclado y la resignificación, desde el juego y el gozo. Mauricio podría delegar muchas tareas, pero prefiere empaparse de su obra, gusta de la confección artesanal. Eso trasciende su pluma y se condensa en una puesta sin grandilocuencia: un banquito, un balde, telones raídos, algo de luz, algo de humo. El condimento musical, infalible, hace crecer la acción: cada vez que un personaje sale de escena, se dirige al fondo, donde podemos ver sólo su contorno, y ejecuta distintas percusiones que acentúan y ambientan. Terrenal se monta en un único cuadro por el que transitan sus tres Claudios, impecables. Van alternando sentencias bíblicas con refranes populares, mechan el chiste fácil con el ingenio, y nos transporta al no-tiempo del ritual, cumpliendo su función de entretener pero sin olvidarse de pegarnos una buena cachetada antes de soltarnos la mano y que sobrevenga el apagón.
Aires de los ’40. Un Abel soñador porta un traje que le queda chico, caza y recolecta escarabajos e isocas. Un Caín metódico y estático lleva la bandera de que “el trabajo dignifica” y se dedica al cultivo de morrón. El ocio frente a la faena, el campo soleado frente al campo sombreado, el desapego frente a la avaricia. Símbolo, señores, sagrada metáfora: las dos caras de la moneda son al final indiscernibles, no hay virtud que no esconda una pasión, verso, reverso y viceversa. La tensión la disuelve Tatita, Dios Gaucho, mas luego la subraya. Un hermano es servil, el otro es digno. Lo maravilloso de esta pieza es que, incluso cuando se puede empatizar con tal o cual, inevitablemente nos queda picando la profunda ambivalencia de los personajes. Tatita, pese a su omnipotencia, permitirá que suceda la tragedia y no necesita castigar: el propio criminal encarna su propia condena.
Si todavía acecha el diablillo haragán, mi humilde recomendación es que le dé combate: en el centro de nuestra puta ciudad hay una deliciosa muestra de poesía gimnástica.
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Ficha Artístico/Técnica
Abel: Claudio Da Passano
Caín: Claudio Martínez Bel
Tatita: Claudio Rissi
Escenografía y vestuario: Gabriela A. Fernández
Iluminación: Leandra Rodríguez
Diseño sonoro: Eliana Liuni
Fotografía: Malena Figó
Asistencia de escenografía y vestuario: María Laura Voskian
Realización escenográfica: Gonzalo Palavecino, Lucía Garramuño
Prensa: Daniel Franco, Paula Simkin
Realización de vestuario: Mirta Miravalle
Asistencia de dirección: Alan Darling
Dirección:Mauricio Kartun
Teatro del Pueblo - Sala Carlos Somigliana
Av. Roque Saenz Peña 943
Ciudad de Buenos Aires
Funciones: Viernes a las 21.00 - Sábados 21.30 - Domingos 20.00
Localidad $100 - Jubilados y estudiantes $70 (solo viernes y domingos)