por Teresa Gatto
"El final está comprendido en el comienzo,
y sin embargo uno continúa"
S.Beckett
Ante la inminencia del estreno de esta obra en 1957 Samuel Beckett dijo “no busquen un sentido, no lo hay”. Se trataba de ese disparador, llamado absurdo que desde 1952 con la aparición de Esperando a Godot, enloqueció a los buscadores de significados y significantes. Algunos en muchos casos aguardan, aún, saber qué esperan Vladimir y Estragón. Si esa trama tiene la urdimbre de una espera ¿cuál es? ¿Caeremos en la trampa de buscar un sentido toda vez que el absurdo al mismo tiempo que niega su existencia, nos compele a buscarlo para comprobar que no lo hay?
En el año 2006 Centenario de su natalicio Laura Cerrato[1] afirmaba en su ponencia “El legado de Beckett” que el universo beckettiano es de tal índole que o se está en él o no hay forma de asimilarlo, aunque se escriban ríos de literatura sobre él. Y esta afirmación es el pié ideal para pensar que un universo así es casi imposible de apresar pero que justamente en esa imposibilidad reside la vigencia que, glosando a Cerrato, hace que nos preguntemos si Beckett es nuestro contemporáneo y si, al mismo tiempo no lo fue de los suyos. Beckett, el nuevo teatro.
Un cuarto en ruinas, un trono o sillón o butaca o silla de ruedas, en él, alguien espera algo también. Que su sirviente le dé un calmante es lo manifiesto, que perciba su existencia es lo que yace en lo profundo, que le hable aunque todo sea parte de un absurdo. En el centro Hamm, el amo, yendo y viniendo Clov, el esclavo. En dos tachos asoman cada tanto los padres mutilados de Hamm, son espectrales pero aportan una cuota de hilaridad y dolor. Así es el absurdo beckettiano, dialogo sucinto, cuasi telegráfico, preguntas cuyas respuestas decepcionan o no aciertan y un sinsentido que es el sentido último ya no sólo del teatro, sino de la vida misma.
Reduciendo a la mínima expresión la gestualidad y potenciando a la vez esa mínima impostura, Clov y Hamm están encerrados en un círculo vicioso. Afuera, según Clov se asome por las ventanas que están tan altas que requieren de una escalera, la naturaleza los olvidó, las olas son de plomo, el cielo es gris prolongando el cuarto, no hay sol. Sólo encierro y una dinámica perversa que insta a amo y esclavo a una interdependencia que reitera en los motivos el mismo sinsentido: …
Hamm- ¿No es la hora del calmante?
Clov- Aún no.
Y otra y otra y otra vez hasta que Clov responda: Sí pero no hay más. Una y otra vez. Como si Hamm conociera la respuesta pero su pregunta fuera lanzada solamente para generar una comunicación que per se está invalidada porque el lenguaje no comunica, probablemente esta sea otra de las características de esta pieza teatral en que todo se reduce al mínimo y la ausencia de un afuera esperanzador, el encierro jamás quebrado porque nadie llega, nadie sale y el discurso de Hamm casi monológico, tiene poca respuesta así como él tiene cero movilidad. Sus padres encerrados en tachos de basura, emergen cada tanto pero no pueden salir ni moverse demasiado. Clov va y viene pero jamás abandona esa postura coporal que además de ser indicial, la espalda gacha, la vista fija, los brazos a los costados del cuerpo, muestra la prescindencia de las herramientas de las que un actor se vale cuando quiere, desea o necesita componer un personaje. El Clov de Joaquín Furriel, renueva acciones, abre los tachos, los cierra, pone una y otra vez la escalera para ver hacía afuera, pero no hay afuera.
Beckett imaginó ese estatismo inquietante para todos ellos y Alfredo Alcón como director y en el rol de Hamm, logró una puesta impecable porque, alejado ya de la presencia que le conocemos y de la declamación que lo caracterizó en los primeros tiempos de su carrera, flexiona los tonos y semitonos, siempre quieto en la silla diciendo y haciendo “como que” lo que dice no importa pero claro que sí, claro que importa. Así logra dirigir a Joaquín Furriel, Clov, de manera que ese criado logre el objetivo mayor sin ningún otro recurso que no sea la cabal hermenéutica de un texto que como un oxímoron se resiste a la interpretación.
Los diálogos entre Nagg y Nell, los padres, tienden a esbozar un vínculo pero éste se quiebra pronto, nunca se consuma, él le pide un beso, de tacho a tacho prueban, se esfuerzan pero no llegan y entonces se oye la frase ¿Porqué todos los días la misma comedia? Tal vez ya sin la espera, lo que quede es la repetición del rito del acercamiento, y entonces inútilmente para la historia, exitosamente en el campo de sus actuaciones, Roberto Castro y Graciela Araujo juegan sus roles con ese distingo tan esporádico en la escena, que demuestra que sin movilidad, dentro de un tacho y casi como un apéndice de la trama, tejen la historia del ese espectro que somos, fuimos o seremos y también la incomprensión y el olvido a la que están destinados porque sus amputaciones no son lo que los inmoviliza, es algo más, metafórico e inapresable como el sentido beckettiano.
El diseño de vestuario de Mirta Liñeiro contribuye con la diégesis, los ropajes de Hamm denotan el paso del tiempo hasta llegar a un “no tiempo”, sus padres están fantasmalmente arropados. La iluminación de Gonzalo Córdova y la escenografía de Norberto Laino aportan el clima de abandono, decadencia y claustrofobia requerido por la obra. Sinfonía en gris mayor que replica el pesimismo de un afuera ausente, de una salida imposible.
Una gran puesta de Alfredo Alcón que re significa a Beckett y nos redime de tanta comedia de enredos y futilidades que agotan su sentido en el título. Hay que meterse con Beckett y salir airoso como lo hace este equipo que honra la escena nacional.
Joaquín Furriel y Alfredo Alcón, en Final de Partida. (Foto: Carlos Folias)
Funciones, ficha artística y técnica y más info en: Final de Partida
[1]Cerrato, Laura, “El legado de Beckett” en Samuel Beckett: en el centenario de su natalicio coordinado por Hugo Bauzá - 1ª ed. - Buenos Aires: Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, 2007.