por Teresa Gatto
“Tanto girar, girar es un efecto.
Tanto esperar, esperando que se haga realidad.
Él se pasa girando sin parar. Nada es perfecto”
Charly García
Difíciles, tormentosos, bipolares, todo ello y mucho más suelen ser los vínculos entre padres e hijos si el pasado no resuelto retorna y gira como un carrusel en el que las imágenes, imposibles de detener, se mixturan y envuelven el presente.
Un departamento. El de una psicoanalista, Ana. En él, un hombre maduro, actor, anclado en ese ego que algunos artistas llevan desde siempre y para siempre, ensaya una obra más. O “la obra” ¿qué más da? Si lo que se va a jugar no es el dilema del paso del tiempo para un artista, sino lo que el paso del tiempo cristaliza y deteriora casi a despecho de su voluntad en los lazos familiares.
Ella llega, se siente invandida y luego de un pretendido no me importa comenzará un contrapunto dónde nada de lo que se dice es débil y nada se puede pasar por alto.
Discrepancias que se evidencian al principio con levedad para en un in crescendo, ir convirtiéndose en ironía, sarcasmo y en una suave pero consistente elevación del duelo, hasta transformarse en estocadas que detrás de la aparente discusión de la teoría de Freud sobre la histeria femenina (reformulada por éste en un gesto que algunos indican de nobleza en la admisión del error y otros de conveniencia por las puertas que se podían cerrar) llega a uno de los climax de la obra. Pero habrá otros.
La llegada del ángel, un joven que la psicóloga ha tomado a su cargo es el elemento disruptivo que, salido de la escurridiza sustancia de lo real, del fantástico o del lugar en que el receptor desee ubicarlo, hará mucho más manifiesto lo latente y pondrá en jaque esa noción de paternidad que cada uno alberga como puede, según sus herramientas o su historia le concedan.
Pero lo destacable en esta puesta cuyo texto es de una inminencia tremenda, no es sólo lo que se cuenta, sino cómo se lo cuenta.
Susana Hornos, Ana, la hija, hace un trabajo de gran organicidad, compone a su criatura con todos y cada uno de los detalles que hacen de su estada en escena (jamás sale, la obra no le da respiro ni a ella ni a Federico Luppi) un placer del ver actuar. Nada está librado al azar. No hay incomodidades en su estar, ni en su hacer, como dice un gran maestro de teatro: hace lo que tiene que hacer sin un gesto de más ni uno de menos y su texto no es mera letra arrojada al rostro del público para convertirse en narración oral o puesta en discurso de un estado de cosas, sino que, forma parte de sí, tanto como esa impostura que abandona ni bien se va instalando en su casa, pasado el primer disgusto de verse invadida por su padre pero persistiendo en los malestares del pasado. A medida que abandona sus ropajes profesionales y se pone cómoda, la incomodidad crece. Se desguarnece de su portafolio, agenda y demás enseres, pero se arma desde lo discursivo para dar batalla.
Por su parte, Federico Luppi que ha pensado muy bien cómo llevar adelante esta puesta con un texto riquísimo (cuya adaptacion le pertenece), sale de las convenciones que le conocemos y no porque en otros trabajos se repita, sino porque su labor en cine y en teatro lo han erigido en héroe o antihéroe pero siempre, ha debido conservar -porque el personaje lo demandaba- un determinado status que de algún modo lo blindaba para que caer, resistir o morir fueran la culminación en términos dramáticos. En La noche del ángel, Luppi, el padre, desmadeja los nudos y nodos con las posibilidades de quien ha actuado toda la vida y ha sido el orgullo de su hija pequeña pero que ya resiente esa admiración pues ahora es una mujer consumada que pasa sus facturas.
Aquí el verdadero pathos se manifiesta cuando ambos enfrentados a un pasado que recuerdan, tal vez, como las fantasías de las primeras histéricas de Freud y que son pasibles de ser sometidas a duda, se revelan por la intromisión de Nehuen Zapata, que venido de un lugar “otro” en múltiples sentidos, irrumpe para desdibujar y multiplicar los rastros del dolor, del desamparo, de la demanda y porque no, funcionar como un espejo en el que es muy complejo mirarse.
Esa irrupción, importa una doble función, por un lado dejar en descubierto de qué hablamos cuando hablamos de lazos fisurados y por otro, hablar de una realidad que nos toca cada día varias veces, los jóvenes de la incompresión y el desamparo.
Un diseño lumínico acorde a la intimidad de lo contado, un vestuario sin ninguna otra función que la meramente indicial y una escenografía despojada y multifuncional, son los elementos de los que Luppi como director y adaptador de esta obra se vale, para que la historia y sus protagonistas puedan re-presentar de modo elocuente y acertado, la rotura de un tejido que debería ser sagrado, el que se establece en los vínculos de padres e hijos pero que justamente por lo que se juega en cada partida de la vida, tiene ganadores, perdedores y difícilmente un empate.
La, afortunadamente, recuperada sala de El Picadero es el espacio ideal para que un domingo o lunes, días en que la obra sube a escena se encuentre repleta de público que de modo sostenido y agradecido, aplaude este trabajo tan noble que esta trilogía dignifica.
Freud seguirá dándonos herramientas para pensar determinadas cuestiones. Aquí, la escena, es la que nos da los materiales para reconocernos no tan iguales, ni tan distintos, buscando en el carrusel de la vida, una sortija, como si ésta fuera un aparato de amor.
Ficha Artístico/Técnica
Dramaturgia: Furio Bordon
Traducción y adaptación: Federico Luppi
Actúan: Federico Luppi, Susana Hornos, Nehuen Zapata
Escenografía y vestuario: Nicolás Nanni
Música: Iván Nilson
Iluminación: Adriana Antonutti
Títere: Gustavo Garabito
Fotografía: Akira Patiño
Peinado: Néstor Burgos
Maquillaje: Estela Cáceres
Diseño Gráfico: Sergio Calvo
Prensa: Marisol Cambre
Producción ejecutiva: Pablo Silva y Susana Hornos
Asistencia: Tony Chávez, Eliana Sánchez
Asistencia de Dirección: Milagros Plaza Díaz
Dirección: Federico Luppi
La crítica corresponde a la función del 11 de marzo de 2013 realizada en Teatro El Picadero, Pasaje Santos Discepolo 1857 (mapa) de la ciudad de Buenos Aires.