Mateo, poder escénico en el Cervantes

 

El clásico de Armando Discépolo subió a escena con una puesta de Guillermo Cacace y un elenco que cumple de modo excelente su cometido escénico.

por Teresa Gatto

"¡Pero, viejo, eso es Buenos Aires de la fundación a la angustia!"
David Viñas

Si el sainete criollo presentaba de manera “pintoresca” el conflicto de la multiculturalidad derivada del flujo inmigratorio que nuestro país recibió entre fines del Siglo XIX y principios del XX, el grotesco, cuya fundación es atribuida a Mateo, estrenada en 1923, daba un paso más al no dejar en la superficie el conflicto que ya no era por las diferencias culturales sino por el gran fracaso de una sociedad que, además de tener un soporte socioeconómico endeble, siempre vio al “otro” como el enemigo. Hoy la “otredad” sigue teniendo una vigencia enorme, acrecentada tal vez, por los nuevos mecanismos de producción de bienes culturales y el acceso o su restricción por parte de ese “otro”.

Mateo, de Armando Discépolo podría pensarse como un drama sencillo con una trama sencilla pero, el texto profundo como el pozo insondable que es cada ser humano, alcanza en la puesta de Guillermo Cacace, gran investigador y director de Armando Discépolo, una dimensión enorme por la teatralidad con la que sus criaturas juegan sus roles en un desamparo indecible.

El fracaso del magma social en que Miguel, su protagonista, a cargo de un impecable Roberto Carnaghi, se debate es el marco de su fracaso individual y la lucha por permanecer en un estado de cosas insostenible. La ciudad crece, el automóvil gana la partida y la tracción a sangre pierde terreno. Morir como cochero con la galera puesta como sus antepasados es algo más que el respeto por una tradición, es un duelo entre el ser y la nada.

Cacace elige muy bien qué hilos son los que tejen una puesta nueva de un texto clásico y logra resaltar no sólo las dualidades sino también el devenir ontológico de los sujetos en cuestión, de un modo estremecedor. Entonces entre Carmen, la madre llevada adelante por Rita Cortese, que baja ese tono tan reconocible para ser una madre que susurra o no comprende pero acata y Lucía la hija que desea salir de la pobreza, a cargo de una buena labor de Paloma Contreras Manso, hay un abismo. No las desune el desamor, ni la distancia generacional, las desune la cuestión social porque aún queriéndose y respetándose no pueden conciliar esa tensión que venida desde afuera se instala como la figura del fracaso de lo viejo y lo incierto de lo nuevo. Esas capas sociales siempre experimentaron la incertidumbre.

En otro orden, la dualidad de Miguel y Severino, a cargo de un siniestro y perfecto Mario Alarcón, también muestra qué concesiones y que entregas éticas hay que hacer para salir del agujero que es más grande que el ser. Se diría que Miguel es un agujero con los restos de un hombre alrededor y que esos restos como deshechos configuran ya no el fracaso de un sujeto, sino de una trama social.

Potentes imágenes pueblan el escenario cuando un exhausto Mateo, personificado por Max Berliner aparece en escena dando sus últimas bocanadas.

El resto del elenco juega sus roles con eficacia aportando cierta hilaridad propia del grotesco que permite respirar la angustia de la situación. Los hijos varones a cargo de David Masajnik como Chichilo, con sus sueños imposibles alojados en una cabeza que no funciona del todo bien y Agustín Rittano, como Carlos, que está dispuesto a burlar la tradición y ser chofer de automóvil, son también una dualidad entre lo viejo y lo nuevo que se abre paso dejando muchos daños colaterales.

El diseño lumínico y escenográfico a cargo de David Seldes y Félix Padrón respectivamente, aporta la tiniebla exacta en la que estas vidas se debaten en un rumbo incierto pero previsible para el espectador. Pocos trastos y todos referidos a la pobreza, amueblan ese patio oclusivo que es el símbolo del encierro de una clase, reforzado por ese negro que como un luto futuro, gracias al buen trabajo de vestuario de Magda Banach, augura lo peor.

La música en vivo genera climas adecuados a cada escena sin manipular la emoción que se instala a través de la teatralidad pura con la que Cacace, maneja los hilos.

De nuevo el Cervantes sube a escena una gran producción, de esas que son insoslayables para ver cómo se conforma un imaginario y que demuestra que el Estado es quién debe hacerse cargo de aquello que excede intereses de taquilla o cartel. Políticas culturales se llaman aquí y en todas partes y el espectador agradece que los clásicos nos muestren de dónde venimos, así es más fácil saber adónde queremos ir.

 

Ficha Artístico/Técnica

Autor: Armando Discépolo

Intérpretes: Horacio Acosta, Mario Alarcón, Max Berliner, Roberto Carnaghi, Paloma Contreras Manso, Rita Cortese, David Masajnik, Ivan Moschner, Agustín Rittano, Miguel Sorrentino
Músicos: Francisco Casares, Juan Pablo Casares, Patricia Casares, Eliana Liuni, Demian Luaces
Escenografía: Félix Padrón
Iluminación: David Seldes
Diseño de vestuario: Magda Banach
Música original: Patricia Casares
Asistencia de dirección: Silvina Rodríguez
Producción: Melina Ons
Dirección musical: Patricia Casares
Dirección: Guillermo Cacace

Funciones:
Jueves, Viernes y Sábado a las 21:00
Domingo a las 20:30

Teatro Nacional Cervantes
Libertad 815 (mapa), Ciudad de Buens Aires
Tel.: 4816-4224
http://www.teatrocervantes.gov.ar
Entrada: $ 40,00 -

Los Compadritos, de Roberto “Tito” Cossa, dirigida por Gerardo La Regina. Por Teresa Gatto.