El viento en un violín



La obra escrita y dirigida por Claudio Tolcachir es una nueva lección de teatro, de sólidez de grupo y por sobre todo un placer enorme para el espectador.

Por Teresa Gatto

Hoy sé ante todo una cosa:

el arte tiene más necesidad de la artesanía, que la artesanía del arte.

F. Kafka

En un espacio escénico de una distribución perfecta, los diversos planos de las vidas de los personajes de El viento en un violín, danzan su baile de amor. Lo buscan, lo encuentran, jamás lo tuvieron, lo han perdido, qué más da. Luego de que suene el primer trémolo de violín y a poco de comenzada la representación,  el espectador ya entra en el ritmo sin pausas de las historias que se entrelazan de manera minuciosa, como si la deconstrucción  con la que, paradójicamente  se construye la obra, fuera un gesto distraído y no el  trabajo magnífico de Tolcachir que avanza sin pausas por un camino notable de aciertos en los que sus actores todos,  obtienen el color y el registro exacto, aunque todos sean Coleman otros días y en otras funciones. Nada de lo que aquellos omiten, estos callan.

Mercedes, en una siempre brillante y dúctil al extremo, Miriam Odorico tratará de lograr como sea que su hijo Darío, un impecable Lautaro Perotti, encuentre el rumbo, un rumbo perdido para ella que, sin él, debe enfrentarse a sus propios vientos.

Lena y Celeste desean desesperadamente tener un hijo y lo tendrán, aunque ese desafío signifique descubrir los velos de la imposibilidad, los prejuicios de los otros y la propia frustración. Inda Lavalle en la piel de Lena tiene un nombre ya sagrado para el teatro y lo reivindica en cada gesto, en la organicidad con la que asume su rol de protección en la pareja con Celeste que, interpretada por Tamara Kiper, encuentra el tono justo para la candidez, el miedo y el amor. Ese juego que ellas juegan en donde se cuenta hasta 3 y se contiene el aire deviene luego en sueños, historias, ilusiones y es un código tan bien logrado, tan amoroso que todos quisiéramos tener uno con nuestros amores.

Dora, encarnada por Araceli Dvoskin, es como un personaje embrague muy logrado que  pivotea en medio de los amores y los desamores, entre las clases sociales que muestran una vez más lo dificultoso que les resulta todo cuando no puede arreglarse con dinero. El psicoanalista de Darío, en la piel de Gonzalo Ruiz es de una credibilidad enorme y  como en todos ellos, hay un punto ciego de su paciente que desconoce y eso los deja a ambos a la intemperie.

La puesta tiene enormes logros que se acrecientan cuando uno entiende que las labores anteriores son una continuidad y a la vez una ruptura en la poética de Tolcachir que no cesa de experimentar en los vínculos humanos. ¿Acaso existe otra preocupación en la historia del teatro toda que no tenga a la conformación de los vínculos como tema? Amor, traición, ser o muerte han sido siempre los temas sobre los que los dramaturgos y los humanos reescribimos nuestra historia acertada aún en sus fallidos que tanto nos hacen transigir.

El diseño escenográfico de Gonzalo Córdoba Estévez es completamente funcional a la puesta y encuentra una sintonía perfecta en la luminotecnia diseñada por Omar Possemato. El vestuario es una pintura de clase y de edades milimétrico a cargo de Cèsar Taibo. Así, adinerados y pobres, amados o poseídos como trofeos, los personajes de mecen en los claroscuros de sus hogares y sus vidas. Una sola puerta es la que todos usan para entrar y salir de escena y ésta resulta altamente significante ya que si todos perseguimos ser amados, aceptados o reconocidos,  el camino que transitamos es el mismo, con más o menos escollos según  lo que la vida depare.

El viento en un violín con sus trémolos vibrantes y dramáticos a modo de separadores de escena, es la vida filtrándose por la hendijas de lo posible, de lo imposible, abriéndose paso como sea y nos deja aplaudiendo mucho y fuerte para que las cicatrices se nos noten menos al vernos reconocidos allí, en la sala grande de Timbre 4, cuando ellos,  conteniendo el aire, jueguen el juego infinito del 1, 2, 3 y las fantasías vuelvan a comenzar.

Espléndidos trabajos de equipo, espléndida conducción de ese dream team del que su director debe estar muy orgulloso. ¿Decir “no se la pierda por nada” es una redundancia no? 

   

Ficha Artístico/Técnica

Libro y Dirección: Claudio Tolcachir
Intérpretes: Araceli Dvoskin, Tamara Kiper, Inda Lavalle, Miriam Odorico, Lautaro Perotti y Gónzalo Ruíz.
Asistencia de dirección: Melisa Hermida- Gónzalo Córdoba Estévez
Escenografía: Gónzalo Córdoba Estévez
Vestuario: Cèsar Taibo
Iluminación: Omar Possemato
Diseño Gràfico: Romina Ganovelli
Producción General: Timbre 4/ Maxime Seugé- Jonathan Zak

Funciones:

Domingos - 19:00 y 21:15 - Sábados - 21:00 y 23:15 - Hasta el 11/09/2011 y Del 24/09/2011 al 09/10/2011

Entrada $70.-

Timbre 4Av. Boedo 640 timbre 4 / México 3554 (mapa)
Ciudad de Buenos Aires
Tel.: 4932-4395
http://www.timbre4.com
 

El Viento en un violín es una coproducción del teatro Timbre 4 con Festival Interacional Santiago a MilTEMPO_FESTIVAL das Artes, Festiavl d'Automne de París, Maison des Arts de la Culture de CréTell. Con el apoyo de Iberescena para la creación

Los Compadritos, de Roberto “Tito” Cossa, dirigida por Gerardo La Regina. Por Teresa Gatto.