Por Teresa Gatto
"Y es loco vendaval, el viento de tu voz, que silba la tortura del final..."
Catulo Castillo
Tan porteña como el tango y tan universal como la interrogación sobre si somos o no soberanos de decidir el momento de nuestra muerte, Nunca será igual con otro pivotea sobre la libertad de morir cuando las razones para seguir andando parecen haberse terminado. El juego es arduo. La pregunta ya estaba en Shakespeare, pero casi todo Freud también está en el autor de Hamlet.
Pero para morir por mano propia hace falta una razón y de peso. Carlos Ares, autor de Nunca será…, indaga una subjetividad presa de la melancolía y la añoranza, la de Ángel, que parece haber perdido todo interés en la existencia gris en la que cada día se dirime su estar en el mundo. Pero él, como tantos otros tiene un “otro yo”, como si ese sujeto que está eternamente divido entre el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad, soportara cada hora sólo en virtud de las razones esperanzadas de ese otro, que a veces, se hacen carne.
Lo que se fue, lo que ha muerto, el amor que ya no será, los viejos tangos susurrados por el recuerdo, la historia de violencia pasional del Negro que la encontró con otro y tuvo que actuar, son razones que junto a una suma de imposibilidades, le dan un impulso a Ángel para concebir el final como única salida. Pero “el otro” Angelito le muestra de modo permanente que la vida no es sólo un tango, que hay otros ritmos y que hay que bailarlos a todos porque el tango, como decía aquel psicoanalista, es un tratado fallido sobre la histeria. Fallido, claro está, porque fue escrito por un neurótico obsesivo. Y hay que bailar todos los ritmos en virtud de que cada momento acuña una partitura distintiva, según se apodere de nosotros la nostalgia o el aliento.
La puesta que dirige Corina Fiorillo explota al máximo las capacidades de sus protagonistas. Así, Ángel en la piel de Raúl Rizzo sostiene el rictus de amargura y negación propia de los melancólicos y sólo esboza una sonrisa cuando su otro yo, ese Angelito/milonguita, encarnado por Carlo Argento, le provee de una gran verdad que aunque alcance para poco rato, dibuja una pequeña expectación de bienestar. Angelito, el otro yo, danza, se balancea como la vida, hace un uso del cuerpo maravilloso con una ductilidad que ya le conocemos y que potencia todos y cada uno de los contrastes entre pesar y fe, pero no una fe mística, sino más bien una creencia que exhala que el merodeo de la muerte puede terminar con la vida o puede agotar hasta el propio otro yo que, vencido y no hallando más razones, es capaz de armar el nudo de la horca.
El diseño espacial es otro logro, apoyado en el diseño de luces que sobre la oscuridad de la planta escénica sólo resalta las acciones, de modo de priorizar a los actores y a las densas capas de gasa que caen verticales y van formando el espesor de signos con los que se escribe una vida. Todos y cada uno de los personajes las atraviesan porque vienen del pasado o regresan a él. De modo que su ingreso se produce siempre en ese atravesamiento de lo que fue, pudo haber sido y ya no será. Raquel Albeniz, sólida como ya se la ha visto en Big Bang y Batir de Alas, con su sola presencia y su frase final, repone parte de esa dicotomía de poder y no poder (Ella ha sido y tal vez sea el objeto de deseo que salve lo melancólico preso de un objeto otro, perdido para siempre). El Negro, interpretado por un magnifico Martín Coria, le imprime a su personaje, ese costado orillero que Borges ha mostrado con maestría cuando narró como un malevo, valiente y varonil, cede sus atributos ante el dolor del amor, pero no se traiciona nunca, por algo es un hombre de las orillas. Ingrid Liberman quién no sólo es el susurro de esa canción rioplatense que emana ese “uno busca lleno de esperanzas pero sabe que la lucha es cruel y es mucha” es también la juventud, la lozanía y hasta la emergencia del deseo que aunque precario, asoma cada tanto, para mostrar que es mejor no llegar nunca a “la última curda”.
La edición de sonido de Lito Vitale permite el contraste entre esos dos polos, tango y Redonditos de Ricota, tango y Sandro y ayuda a que ese “otro yo” luchador y optimista, pueda mostrar cómo es necesario bailar ese ritmo que cada día impone. Y así Carlo Argento danza, cabriolea y se mece con esa destreza suya mientras le brinda a Ángel una razón más, y otra más, y otra hasta que concluyan. ¿Se terminan las razones para vivir?
Bello y bien estructurado texto, muy buenos trabajos actorales que se suman a una dirección a la que no se le notan las tanzas, con pasos de comedia que el público agradece y festeja hacen de Nunca será igual con otro, una obra para re pensar la potestad sobre la vida y escuchar a nuestro optimismo de la voluntad por sobre otra catástrofe vivida, porque aunque nunca vuelva a ser igual con otro, tal vez sea vital ensayar la vuelta de página para ver con quién es posible esta vez y hasta tal vez, mejor.