Kalvkött, carne de ternera

 

Una obra que habla sobre el exilio, la distancia y la incondicionalidad del amor más allá de las fronteras en clave de comedia de dramática.

por Teresa Gatto

"La cifra del exilio es lo aleatorio, lo contrario de la eternidad"

Tununa Mercado

El exilio es un pliegue de tiempo, es vivir en un lugar “otro”, hablando, muchas veces, una lengua “otra” que no tiene traducción posible. Y aunque la tuviera, toda traducción implica pérdida. Pero exilio y pérdida son pares indisolubles ya que el primero (político, claro esta) es la consecuencia no deseada y contranatural del forzamiento al que son sometidos los sujetos durante las interrupciones de los procesos institucionales. Y, Argentina sabe demasiado de esta tragedia.

Ambientada durante la dictadura más sangrienta de la que tengamos memoria, Kalvkött, carne de ternera, narra la historia de María (Marina Pomeraniec), salvada casi de milagro y expulsada de su tierra para salvar su vida. Ella estudia Letras, de modo que su negativa a hablar, su silencio en tierra Sueca,  está doblemente reforzado en la obra -que toma el título de un cuento de la misma autora, Silvina Chague- ella está muda, porque lo inefable no tiene palabras y además porqué conoce muy bien el valor de las palabras. Por ello, asume que “comprendo “, no es igual a “te entiendo totalmente” o “pero claro, obvio, aquello es infernal”. Y por un tiempo decide no comunicar nada. Aquí, del otro lado del Atlántico, si algo sobran son los comunicados, los decires falsos, los sueltos de los diarios que hablan de un orden que a fuerza de picana o pasaporte, expulsa la verdad. Eso, obvio, está claro como el agua.

Pieter (Nelson Rueda), médico y profesor de sueco de los exiliados, cumplirá un rol importante, vital, porque sin comunicación morimos en casi todos los intentos pero además, podrá alimentar en María el germén de la esperanza.

La puesta de Corina Fiorillo juega en dos planos y el espacio escénico se halla virtualmente divido en dos. A la izquierda del espectador  y de la dictadura, el pesar de María y su imposibilidad temprana. A la derecha y dentro del régimen de facto, sus padres. Primero la escena en la que su papá logra salvarla, blanquearla y sacarla del país. Luego la cotidianeidad en la que un Buenos Aires gris de ausencia espera las noticias de la hija que partió en el miedo y la añoranza.

Las escenas se juegan con gran lucimiento ya que la puesta en escena asume en estos dos planos, a veces alternos, a veces concomitantes, la diversidad de las vidas que transcurren y esa resignación, que a veces logra teñirse de esperanza. Así, en el extremo sueco, un panel quebrado en dos, como la vida de María en el destierro, reproduce imágenes que dan cuenta del desarrollo de ese país europeo, logrando un efecto envolvente ya que las imágenes no sólo abarcan los paneles sino que se proyectan en los laterales de la sala, generando un signo más que permite al espectador sufrir el mismo extrañamiento que un refugiado experimenta en un lugar en el que es un intruso.

Hay un momento en que los espacios se unen, llegada de Buenos Aires y como nexo cohesivo de esos extremos, la madre  de María (Susana Di Gerónimo) irá a verla, a saber cómo es esa vida suya, ahora que Pieter con su maravillosa voluntad e intuición, es su pareja y funda con ella una familia. De este modo, María recupera en la figura de la madre, los orígenes y la lengua  materna, que la completan como sujeto. La escena, en la que esos espacios se unen y redimensionan es el armado de un árbol navideño. Símbolo, ícono, alegoría de una derrota que no ha sido completa, de un lado María lo adorna como si su padre (Alejo Mango) estuviera en el rito. Del otro, sucede lo mismo con ese padre que también rememora ese momento de culto familiar y se metaforiza  allí, una unión inescindible.

Cabe mencionar que Kalvkött, carne de ternera, rehúye de modo sistemático al melodrama y a la tragicidad. Efectivos pero sutiles toques de comedia, ayudan al espectador a reír del fracaso cotidiano en ambos extremos del mundo y a la vez el uso de estampas insoslayablemente argentinas, dan cuenta de la diversidad con la que está conformado ese magma informe que llamamos nacionalidad. Así muchos paquetes de yerba mate, alfajores o dulces reponen sabores que bien sabemos, simbolizan la argentinidad y a la vez provocan un efecto casi proustiano al proceder a desencadenar una memoria evocativa que permite por un instante al menos, volver a ser aquellos que fuimos antes de que las figuras del desastre invadieran nuestra vida.

Cierto distanciamiento en el relato de Pieter, también alivia la tensión que sin el humor se haría insostenible, porque una receta de Vitel Toné, hecho con el corte exacto, por una madre enorme como una patria, puede ser un legado en que se radique la esperanza.

Eficaces trabajos actorales, con cambios de roles, un adecuado diseño de arte y vestuario y una iluminación que intensifica aquello que se desea remarcar, son los otros logros de esta puesta de Corina Fiorillo, que vale la pena ver para que la representación de las figuras del naufragio, tengan su costado optimista ya que vivir, es arriesgarse a todo esto y mucho más.

 

Ficha Artística / Técnica:

Autora: Silvina Chague
Intérpretes: Susana Di Gerónimo, Alejo Mango, Marina Pomeraniec, Nelson Rueda
Vestuario: Julieta Risso
Escenografía: Julieta Risso
Iluminación: Pablo Boratto
Edición de sonido: Carlos Cortés
Audiovisuales: Ernesto Quaranta
Fotografía: Jorge Aguirre, Pablo Diaz, Soledad Ianni, Fabián Pol, Ernesto Quaranta, Facundo Zuviría
Asistencia de escenario: Eugenio Jerez Ferrante
Asistente de producción: Luciana Olmedo
Asistencia de dirección: Lilaj Feiguin
Prensa: Walter Duche, Alejandro Zarate
Producción general: Silvina Chague, Corina Fiorillo
Dirección: Corina Fiorillo 

Teatro del Nudo, Corrientes 1551, Ciudad de Buenos Aires
Reservas: 4373-9899

Entrada: $ 50,00 y $ 25,00 - Domingo - 20:30 hs - Hasta el 21/11/2010
Entrada: $ 50,00 y $ 25,00 - Sábado - 21:00 hs - Hasta el 21/11/2010

Web: http://todocarne.blogspot.com/


“Rucci- Tosco, EL DEBATE”, versión y dirección de Manuel González Gil. Por Teresa Gatto